Confieso que le tenía poca fe a la XIX Bienal de Arquitectura recientemente celebrada en Valparaíso. No es que dudara de la capacidad de sus organizadores, más bien por una sensación de distanciamiento entre la prolífica labor de los arquitectos chilenos versus la poca prioridad que autoridades políticas y económicas le dan a los temas de ciudad y territorio. Tal era la crisis, que las deudas de versiones anteriores amenazaban con el término de esta tradición de cuatro décadas, que en esta ocasión pasó a ser trienal al no haber recursos ni capacidad para organizarla el año pasado.
Ante la adversidad, el Colegio de Arquitectos arriesgó con una Bienal inédita, esta vez sumando fuerzas con la Asociación de Oficinas de Arquitectos y el apoyo del Fondart del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes. La primera apuesta fue salir de Santiago y hacerla desde las regiones, usando como sede el flamante Parque Cultural de Valparaíso en la ex Cárcel, y sumando cinco pabellones satélite que se instalaron en las plazas de Iquique, Santiago, Concepción, Puerto Montt y Punta Arenas. La segunda apuesta fue la de conformar un equipo curatorial dispuesto a asumir el desafío, donde destaca la gestión del Grupo Arquitectura Caliente, organización de jóvenes profesionales que no superan los treinta años y la notable labor del curador Fernando Marín, Francisca Pulido y Gabriela de la Piedra.
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